La historia de Frida Añez en Carabobo a partir de 1950

Este blog nos narra la historia de una mujer que marcó de forma única la cultura en Valencia, Estado Carabobo entre 1950 y 2000

16 de diciembre de 2015

El viernes 12 de noviembre de 2015, la literatura venezolana perdió a una de sus más dedicadas y consecuentes estudiosas. Una mujer cuya pasión fue el país, el que se reflejaba en sus libros: doña Carmen Mannarino (1936-2015).

Carmen Mannarino, la niña vegetal

Carmen Mannarino / Foto Academia de la Lengua
Carmen Mannarino / Foto Academia de la Lengua
Fue “fuente de inspiración, de ejemplo y admiración por su espíritu, por su labor pedagógica, de investigación y creación que se extendió por más de cinco décadas”

El viernes 12 de noviembre de 2015, la literatura venezolana perdió a una de sus más dedicadas y consecuentes estudiosas. Una mujer cuya pasión fue el país, el que se reflejaba en sus libros: doña Carmen Mannarino (1936-2015).
Su vida fue tan fascinante como su obra. Desde muy joven estuvo al servicio de las letras, como autora, profesora, recopiladora, investigadora, pero también como musa, tal y como lo refiere la siguiente anécdota:
En la historia de la narrativa breve venezolana del siglo XX, la figura de Oscar Guaramato es especialmente importante. Miembro de la generación del 40, fundador del grupo Contrapunto, no solo fue un destacado periodista sino también un cuentista de prosa poética y sugestiva. Quizá su relato más afamado, hoy en el canon de la cuentística nacional, sea La niña vegetal, hermosa antelación al realismo mágico. La niña vegetal compartió el tercer Premio de Cuentos de El Nacional en 1950, junto con “La cresta del cangrejo” de Alfredo Armas Alfonzo, y cuando fue editado como libro, en 1956, obtuvo el Premio Municipal de Caracas. La historia menuda, que es la sorprendente y verdadera, cuenta que nuestra gran Ida Gramcko, compañera de Guaramato en Contrapunto, le hizo una confidencia a la entonces muy joven Carmen. Le dijo:
–Tú eres la Niña Vegetal. Oscar se inspiró en ti para escribir su cuento.
Esta anécdota, además de hermosa, es premonitoria de lo que sería Carmen Mannarino de Mazzei entre los que la conocieron: fuente de inspiración, de ejemplo y admiración por su espíritu, por su labor pedagógica, de investigación y creación que se extendió por más de cinco décadas. Desde aquellos años donde la neblina y el ruido de los trenes la acunaban en Los Teques, como nos lo narra en su hermoso texto publicado por la Biblioteca de autores y temas mirandinos, “Era un mundo de rieles”, Carmen estaba ungida con el don de la expresión. Quizá haya sido por el abuelo, venido de tierras francesas. Quizá fuera por su madre siempre junto a la máquina Singer, entregada a la poética de la costura, que es la más perfecta metáfora que nadie hará sobre lo que es vivir. Quizá fuera por Mamanegra, esa adorable figura que veló los pasitos torpes de la niña. Quizá haya sido por el amor que vino vestido de culto abogado barinés, Víctor Mazzei, y de quien se prendió alguna tarde o mañana caraqueña en la legendaria librería “Pensamiento Vivo”. Podrían hacerse muchas conjeturas del porqué de aquella vena. Pero lo cierto es que estuvo en ella, como parte de su ser, la curiosidad, el ímpetu por investigar, por oponerse a la injusticia, por expresar su sensibilidad, por hacer presente la obra de otros que el olvido se empeñó en robar.
Carmen perteneció a una generación admirable que prestigió los salones del antiguo Instituto Pedagógico. Cuando ella cursaba el primer año, en el último habitaban individuos como Oscar Sambrano Urdaneta o Alexis Márquez Rodríguez, que tanto le dieron a este país. Eran tiempos de dictadura, como ahora, y Carmen jovencita se negaba a consentir la injusticia. Eso la llevó desde temprano a combatir. A sacudirse la comodidad y sacrificarse por quienes no conoce pero sabe son sus coterráneos. El compromiso se hace tan total que cerca de graduarse la emplazan. Le exigen que firme una carta en donde acepta dejar de protestar, de elevar la voz ante el atropello, le ordenan que sea sumisa y cómplice, y ella plena de rebeldía se niega. Por eso la excluyen, le niegan la educación formal creyendo que así silenciarán el futuro. Pero Caracas en los 50 es un hervidero de cultura. Hay avidez por saber, por entender, por aprender. No hace falta el aula. Carmen recorre todas las charlas, las conferencias, los conciertos, los recitales que se dan entonces. Y no ceja en su lucha clandestina. Nadie se explica cómo la niña vegetal puede andar por las calles teniendo en la Seguridad Nacional un expediente de semejante grosor. Pero allí va ella, paseando su estampa menudita. Bien por la famosa librería Cruz del Sur o en la ya mencionada Pensamiento Vivo, allí va Carmen, codeándose con los más alabados escritores del momento. Y es entonces cuando este barinés de Sabaneta (que no todo lo que viene de Sabaneta es malo), Víctor Mazzei, la deslumbra, la encanta, la enamora, y se hacen pues una sola carne, un aliento único que vence hasta la muerte, como todo lo verdadero.
La esperanza nunca será derrotada por la realidad, por eso Carmen al borde de abrir los nuevos tiempos de la democracia, entra en la Universidad Central de Venezuela, y allí, sin generales monosilábicos mandándola a callar, se gradúa de Licenciada en letras en 1962. Vienen los años de la enseñanza, el más alto destino que ser humano pueda ansiar: Enseñar, educar, transmitir lo que se sabe. Un propósito que la convoca por décadas y que en sus propias palabras, “le encantaba hacer”. Comienza también el tiempo de la investigación. Carmencita, la niña vegetal, hace del aula el púlpito de los valores, comanda las huestes del conocimiento. Son los años en los que estudia y rescata las voces poéticas de Enriqueta Arvelo Larriva o Luisa del Valle Silva.
La obra de Carmen es extensa, reveladora, justiciera. Pero en su bibliografía no solo tienen cabida las mujeres, también relámpagos de talento como Humberto Rivas Mijares son elevados a los ojos de los lectores. ¿No es acaso “El Murado”, ese cuento prodigioso de don Humberto, un clímax de nuestra narrativa breve? Pues fue Carmen una de las responsables para que nadie olvidara los relatos de Rivas. Si no fuera por ella, el gran Humberto Rivas Mijares quizá dormiría en el camposanto de la desmemoria.
La bibliografía de la niña vegetal tiene eso que los expertos llaman pertinencia. Tuvo el tino de abordar con pulcritud la obra de un ser superior como lo fue Orlando Araujo. Y su libro Orlando Araujo: ficción de la violencia, la nostalgia y la bohemia obtuvo la mención en Investigación del Premio Municipal de Literatura de 1996, una época en la que ese premio era de verdad un reconocimiento y no una lisonja ideológica como lo es ahora. En 2007 la figura de Lucila Palacios recibió por intermedio de Carmen la biografía que se merecía, publicada en la Biblioteca Biográfica de Los Libros de El Nacional
Carmen tiene en su haber un ejercicio editorial que la honra y la celebra. Creó Ediciones Niebla en 1995, y completó 16 títulos para el acervo cultural del país, 7 de los cuales son biografías de connotados venezolanos, en un tono cercano, cotidiano. Biografías pensadas para jóvenes, para esos que se acercan con timidez o renuencia a la historia del país. Vidas de ilustres como Rómulo Gallegos, Francisco Tamayo, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Alberto Arvelo Torrelba o Mariano Picón Salas, y si no siguió fue porque este país mezquino no le permitió económicamente continuar con su cruzada.
El estudio en Carmen era algo inmanente, por ello en 1993 obtuvo la Maestría en Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar.
Estas líneas son pocas para contar sobre su obra, de lo que hizo cuando fue investigadora de la Fundación Celarg por 12 años. De lo mucho que escribió en textos de educación para adultos. De cómo fue representante de Venezuela en 1975 para el Congreso Mundial a propósito del año internacional de la mujer.
Pero para quienes hacemos teatro en Venezuela, la figura de Carmen Mannarino entraña un cariño especial. Carmen realizó una actividad encomiable y duradera, no solo como profesora en el Iudet, sino como coautora de uno de los libros más relevantes y definitivos para la historia teatral de Venezuela. Se trata de Dramaturgia venezolana del siglo XX, editado por el Centro venezolano del Iti-Unesco, sin dudarlo el más completo estudio sobre el teatro nativo, firmado junto con Alba Lía Barrios y Enrique Izaguirre, hoy, un texto fundamental para la crítica y el acervo dramático del país.
Pero no era la primera vez que Carmen se adentraba en la dramaturgia. Su bibliografía sobre el teatro infantil venezolano del año 1975 y su ampliación de 1991, representan grandes aportes a ese arte tan antiguo como la civilización misma y que llamamos teatro.
El 19 de febrero de 2013, Carmen comenzó un nuevo ciclo que la ilusionó mucho. Recibió el reconocimiento como autora, investigadora y crítico de valía, al incorporarse a la Academia Venezolana de la Lengua. Desde el sillón C, que hoy deja vacío, trabajó con denuedo por el teatro venezolano. Baste recordar que su discurso de incorporación trató sobre el monólogo en la dramaturgia nacional de los siglos XIX y XX.
Carmen hizo mutis de la misma manera que actuó siempre: con humildad y modestia. Los que tuvimos la fortuna inmensa de estar cerca de ella, agradeceremos todas y cada una de las palabras que con tanto afecto nos legó. Sus gestos de cariño, tan genuinos como los de una tía o una madrina.
Quiero creer que está feliz en comunión con sus amigos que la antecedieron en este último viaje. Que está de nuevo con su amado Víctor, de quien realmente nunca se separó. Quiero creer que somos nosotros los que estamos tristes porque ya no la tenemos.
Pero por sobre todo, quiero creer en la letanía con que Oscar Guaramato cerraba su cuento, el cuento de Carmencita, La Niña Vegetal:
–Y el árbol no murió… y el árbol no murió…
Quiero creer que es verdad, y que nunca lo hará.

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