Testimonio de Graziano Gasparini. Con Alfredo, bajo un pedazo de cielo
“Tuve la suerte de conocer a Alfredo Armas Alfonzo a comienzos de la década de los cincuenta. Demostró interés por mi dedicación a la historia de la arquitectura y hasta me pidió unos artículos para El Farol”
Fue en un viaje a la península de Paraguaná, hace más de sesenta años, cuando advertí que hablar de arquitectura no es atributo exclusivo de los que practican ese oficio. Claro y lógico que todos pueden opinar lo que se les ocurra, pero, cuando las consideraciones y advertencias del neófito van más allá de lo descriptivo-visual para adentrarse en lo que nos sugieren esas formas y espacios y captar su sentido de ser para los seres, entonces lo expresivo-comunicacional insinúa la presencia de una sensibilidad y perceptividad que sorprenden también a los supuestos versados en la materia. Por suerte, la sensibilidad, el talento, la percepción y la inteligencia no necesitan de títulos académicos. Mi profesor, en Venecia, precisaba que: no hay universidad en el mundo que otorgue el título de poeta.
Fue en Santa Ana de Paraguaná y Moruy, durante uno de los tantos viajes que hice en compañía de un hombre genial, de pocas palabras, de amplios significados, de una modestia de sabio y dueño de una prosa privilegiada. Con este hombre, Alfredo Armas Alfonzo, compartía el gran espacio desolado que llamaban plaza, los dos mirando las insólitas formas del campanario de la iglesia de Santa Ana. Las reflexiones de Alfredo, pausadas y profundas, no analizaban las características arquitectónicas, pero dejaban presagiar su presencia en una visión más amplia: la del ambiente, del entorno, del pueblo, de la gente, de la tierra caquetía. En fin, todo lo que se relacionaba con la arquitectura sin necesidad de nombrarla. Alfredo la presentía.
Tuve la suerte de conocer a Alfredo Armas Alfonzo a comienzos de la década de los cincuenta. Demostró interés por mi dedicación a la historia de la arquitectura y hasta me pidió unos artículos para El Farol, la revista bimestral que publicaba la petrolera Creole. Una revista que fue un faro en la difusión de las múltiples facetas culturales de Venezuela. Uno de mis artículos, el de Santa Ana de Paraguaná, apareció en el número 154 de octubre de 1954. Le siguieron otros y hasta números especiales, como el dedicado al centenario del Colegio de Ingenieros de Venezuela (1961).
Un detalle que siempre llamó mi atención –y que al mismo tiempo me confirmó la recatada moderación de Armas Alfonzo– es que nunca su nombre apareció como director de la revista que a lo largo de tantos años condujo con tanto acierto. No hizo falta. El sello de su personalidad era tan manifiesto que hasta los gringos quedaron sorprendidos.
Alfredo fue el corrector de mi primer libro Templos coloniales de Venezuela (1959) y asesor en otros trabajos de investigación. Hicimos varias visitas al oriente venezolano, cada uno con su Rolleiflex, para llevarnos las imágenes de los pueblos de Anzoátegui y de su natal Clarines. Hicimos un libro compartido, Alfredo el texto y yo las fotos. Lo tituló Qué de recuerdos de Venezuela y lo publicó Armitano en 1970. Es un texto poco conocido pero con ponderaciones de tan humano acercamiento al entendimiento de la venezolanidad que aún permanece sin comparaciones. Historia, ambiente, folclore, gente, vida, pueblos y campesinos en una integración que sencillamente llamó “patria”.
Escribió: “La patria no es verdad que sea un pedazo de tierra bajo un pedazo de cielo, porque la patria es también la historia de uno, de cuando uno no alcanzaba la estrella del pesebre y aun en épocas anteriores a esto, Bolívar afilaba su espada en una piedra de cualquier río que se le atravesara a su caballo, aun mucho antes… La patria es la memoria vagarosa de Vuelvan Caras, Mucuritas, Carabobo, La Puerta, Urica o San Mateo, pero es también todo aquello que como agua de río nunca cesa de manar en el costado de este habitante que una vez flechaba cocuyos y otra vez plumas de garza para recrear el arcoíris… La patria es cuanto te pertenece. Es tu memoria… La patria es este dolor y este regocijo que tú sientes adentro, como si padecieras de nostalgia”.
Eran años en los que recorrer el país significaba confianza, admiración y descubrimientos. Una experiencia inolvidable y un amigo que, como él, sigue inencontrable.
Suerte que sus hijos mantienen viva su memoria, su calidad humana y su amor hacia ese pedazo de tierra bajo un pedazo de cielo.
Han pasado muchos años, sin embargo, aún siento su presencia.
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