Vivir en arte, un libro no apto para pesimistas
El Nacional - Edgar Cherubini Lecuna
(22.06.2014)
Hasta ahora conocíamos a Carlos Cruz-Diez como el pensador del color cuya obra cambió la percepción del fenómeno cromático en el arte. Sin embargo, poco sabíamos de su vida. Vivir en arte. Recuerdos de lo que me acuerdo, es un libro escrito en primera persona por el artista, en cuyas páginas relata sus vivencias personales, revelando facetas hasta hoy desconocidas de una vida plena de anécdotas, algunas sorprendentes, contadas con naturalidad y sin artificios de estilo, con la espontaneidad de una conversación de sobremesa.
En la introducción, Cruz-Diez describe el entorno que le tocó vivir en Venezuela a finales de la década de los años cincuenta del siglo pasado, donde se conjugaban, para su desasosiego, una dictadura militar asfixiante y una supina incomprensión de sus propuestas, situación que lo llevó a tomar la ardua decisión de emigrar a Europa: “Aquí narro las circunstancias que me apremiaron a dejar mi país en busca de un entorno favorable donde cristalizar mis ideas, y la aventura que significó para mi familia y para mí ese cambio de vida. Empleo el término ‘aventura’ convencido de que el artista practica una profesión de riesgo permanente. Fue un verdadero desafío el hecho de plantear la modificación de las nociones establecidas sobre el color cuando me decían que en ese campo todo estaba dicho. Fue un reto llegar a París con el único respaldo de mis ideas y mi capacidad de trabajo. Me arriesgué integrando a mi familia al taller cuando me advertían que era un error que terminaría en decepcionante fracaso. A pesar de todo, pude demostrar que el color no es un tema agotado, que mi familia, incluyendo a mis nietos, podía desarrollar su vida en torno al taller, y logré establecerme en París, donde habito hasta el día de hoy”.
“¡Estoy en París!”
Durante sus últimos años en Caracas, Cruz-Diez realizó investigaciones cromáticas (Color Aditivo, Fisicromía), estructurando una plataforma conceptual que le permitió plantear y desarrollar en Europa otras nociones del color distintas de las existentes, las cuales, en su opinión, se encontraban anquilosadas. En 1960, decide radicarse en París, ciudad donde confluyeron artistas de todas las nacionalidades y donde existía el entorno propicio para desarrollar sus investigaciones y propuestas. En sus comienzos parisinos presta servicios como publicista, fotógrafo, ilustrador y diseñador para poder financiar su búsqueda plástica y mantener a la familia. Soto y otros artistas lo ayudan a insertarse en el mundo del arte y a relacionarse con galeristas, en especial con Denise René, iniciando así una etapa de exposiciones colectivas e individuales que enrumbarán su carrera artística. De allí que Cruz-Diez nos brinde en estas páginas, una perspectiva inédita de los protagonistas del movimiento cinético, sus vivencias y episodios de la bohemia parisina aderezados con anécdotas hilarantes.
Los que hemos tenido el privilegio de compartir momentos de amistad con Cruz-Diez en París, somos testigos del amor que expresa por esa ciudad. Cada vez que sale de su taller La Boucherie, extiende los brazos con una expresión en su rostro que no es otra cosa que un profundo agradecimiento a la vida: “Cada día, cuando salgo de mi taller y veo el cielo, las calles, la gente, los edificios de esta maravillosa ciudad, exclamo con alegría y entusiasmo: ¡Estoy en París!... como lo hice al día siguiente de haber llegado, hace más de cincuenta años...”.
El Nacional bajo la censura de la dictadura
En uno de los capítulos titulado “La dictadura de Marcos Pérez Jiménez”, Cruz-Diez narra sus experiencias como diseñador y diagramador en el diario El Nacional y los episodios que vivió en el diario junto a Miguel Otero Silva, José Moradell, Segundo Cazalis, Humberto Rivas Mijares, entre otros íconos del periodismo venezolano. “Mi permanencia en El Nacional coincidió con la dictadura de Pérez Jiménez. Trabajaba desde las 5:30 de la tarde hasta la hora de cerrar la edición. (…) Una de esas tardes, al llegar a la redacción, noté un clima tenso. Pedro Estrada, temible jefe de la Seguridad Nacional, había citado a su despacho a todos los directores de diarios de Caracas. Cuando Miguel salió nos quedamos en vilo. A su regreso, nos contó que les hicieron aguardar en un salón por casi dos horas, hasta que llegó Pedro Estrada. Como en una película, apareció con aspecto de dandy: pelo engominado, traje blanco impoluto y modales elegantes. Con una lentitud exasperante se excusó por la demora y tomó asiento en su escritorio. Pasados unos instantes de espeso silencio que dedicó a observar particularmente a cada uno de los presentes, tomó la palabra con voz suave y plácida:
“—El general Marcos Pérez Jiménez ha establecido un clima democrático y de paz social en el país, aquí no hay bochinche ni violencia, ni robos ni crímenes..., eso no existe en el Nuevo Ideal Nacional. Aquí sólo habrá trabajo, paz y armonía.
“A continuación, se dirigió hacia los presentes para estrechar la mano de cada uno despidiéndose cortésmente, tras lo cual salió por donde había entrado. A partir del día siguiente, hubimos de lidiar con dos ‘censores’ enviados por el gobierno, que se instalaron en el taller del diario, junto a los linotipos”.
Las pelucas del dictador
“Todas las noches uno de los ‘censores’ venía hasta mi mesa de dibujo a pedirme por favor que le pusiera pelos en la cabeza del general:
“—Usted sabe... es que mi general es coqueto.
“El fotógrafo del periódico era ‘el Gordo’ Pérez, alto y voluminoso. “Durante las ruedas de prensa, ‘el Gordo’ lograba apartar y aún aplastar a los demás colegas para situarse en primer plano. Pérez Jiménez, además de pequeño y regordete, era muy presumido y mujeriego. En estas circunstancias, las fotos del Gordo delatando su calvicie no eran bienvenidas. Hasta el año 1955, cuando viajé la primera vez a Europa, estuve poniéndole al dictador pelucas pintadas con gouache. Mis destrezas como peluquero estilista incitaron a la querida periodista Francia Natera a solicitar mis conocimientos de escultor. Me confió que las fotos de Sardá, otro de los famosos fotógrafos del diario, para ilustrar entrevistas y reportajes donde ella aparecía, a veces no eran de su entera satisfacción. Mis retoques de gouache resultaron tan eficaces que cada noche me agradecía contándome acerca de las cartas que le enviaban sus admiradores”.
“El arte y la vida son una y la misma cosa”
Muchas de las anécdotas que integran el libro, tales como “El primo embalsamado”, “El anti-Descartes”, “Ce n’est pas possible...!”, “¡Prohibido anunciar afuera lo que no hay adentro!”, “Regresé del más allá”, “Acróbata por accidente” o “El cachicamo bernés” por mencionar algunas, relatan las insólitas circunstancias que le ha tocado vivir al maestro Cruz-Diez, aderezadas con el fino humor que lo caracteriza.
En Vivir en arte, rememora también los grandes momentos de su vida, su infancia y juventud en la Caracas de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, la importancia de su familia como cimiento de su carrera y su sueño de instalar un hogar que fuera a la vez su taller de artista, entre otras historias.
El inventario de dificultades que tuvo que enfrentar para dar a conocer su obra y cómo logró sortearlas gracias a su tenacidad e incansable capacidad de trabajo, convierten el libro en una especie de manual de saber vivir, no apto para pesimistas.
Este libro nos permite descubrir a un personaje sencillo y a la vez excepcional, en completa sintonía con el lema que lo ha acompañado a lo largo de los años: “Un artista debe asumir la vida y el arte como una y la misma cosa”.
Nota: Vivir en Arte. Recuerdos de los que me acuerdo, Ediciones Cruz-Diez Foundation, 2014. El libro se puede adquirir por Internet en este link:
Fuente : El Nacional - Edgar Cherubini Lecuna
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