Poemas de Incamar, de Felipe Herrera Vial
Paisaje del pintor valenciano Braulio Salazar. (Foto Archivo)
Cuando estamos celebrando el aniversario de Valencia, recordamos al poeta Felipe Herrera Vial con los siguientes textos, contenidos en su libro Poemas de Incamar, publicado con motivo del cuatricentenario de esta ciudad, en 1955, con ilustraciones del pintor Manuel Mérida.
Incamar es la imagen de su amada Valencia en poemas que Fernando Paz Castillo y Vicente Gerbasi calificaron de luminosos y exquisitos. La ciudad es otra, pero sigue guardando la profundidad de un alma hermosa que Herrera Vial y Braulio Salazar (autor de la ilustración) plasmaron para siempre.
Rostro de Incamar
Juegan azules mariposas en la luz amarilla del Sol. Una sombra avanza por las blancas paredes del patio. El tiempo pasa sutilmente, Nadie lo ha osado tocar, ver ni oir. La alegría reluciente que a nuestro ánimo asoma no se percata de lo que viaja o anda. Está prendida de su emoción.
Incamar está gozando del paisaje y de las mariposas. En los colores viajan sus ojos enlazados a su espíritu, a los frescos días de la infancia, Los regresos de la escuela. Las meriendas. Los alfeñiques rubios, ligeramente empolvados de almidón. La hora ovalada de fuego de las tres de la tarde. Y luego, la voz armoniosa, como de hombre, de la viejecita -María, Antonia, Rafaela- que ofrecía ricos dulces de caro sabor en su pequeño azafate cuadrado. Y el agua. El agua purísima del tinajero trasladada a nuestros brillantes vasitos de aluminio.
Todo el rostro de Incamar es una gracia de melancolía. Un cuento azul y blanco. Una calcomanía del ayer perdido. Es toda una vital promesa de mujer criolla y altiva.
Incamar regresa de su ensimismamiento y canta ahora una canción tonta. Una canción donde el amor moviliza sentimientos. Cuando me atisba, calla. Y pone su mano nerviosa sobre el paño que borda. Nos quedamos como dos silencios, frente a frente, sintiendo el tiempo resbalar, blandamente.
Día domingo
Yo sentí su corazón oprimido de silencio y probé las lágrimas de su callado llanto. Ese día no llevaba Incamar, como otras veces, ni rosas, ni claveles ni lirios en su brillante cabellera negra. Una delgada, pequeñita y aguda pena ocupaba su robusta y franca expresión. No obstante, Diana, la perra cazadora, estaba como niña bonita, recién bañada, luciendo un lazo azul, prendido, graciosamente, como corbata inglesa alrededor de su lanudo cuello color de lino.
Como era día domingo, Incamar había ido a misa en la iglesia vecina. En el ofertorio, -me dijo-, mis oraciones fueron para pedir un poco de paz y más comprensión entre los hombres. He aquí cómo Incamar, pastora que congrega, solicita en oraciones, forma purísima de amor, lo que millares de artistas, soñadores por la tierra, buscan, como fórmula de felicidad para los pueblos. Incamar me lo ha dicho, sencilla y natural, sin formulismos ni cálculo alguno. Yo tomé su palabra y todo el pecho se me llenó de una sana alegría.
La sonrisa de Incamar
Incamar sabe muchas cosas agradables y dulces. Pero ella se complace en sonreír. Y su sonrisa guarda tal armonía que de los ojos a sus manos, de su negra cabellera a la punta sonrosada de la uña del pie izquierdo, danza una familiar vibración de curvas. Yo muestro mi reservada seriedad. Hay una corriente de alborozo interior desbordada en los ojos. Incamar lo ha comprendido y se hace la desentendida.
Todo el día -me dice- lo he pasado cosiendo y he arreglado el altar de la Virgen del Socorro. Incamar me ha dado una magnífica lección de economía. La he oído, golosamente. Estallan allá arriba en el cielo dos luceros como dos jazmines relucientes. La tarde se escurre en la fría brisa mensajera de las lejanas estrellas en la noche brillante y despierta.
El aire de la noche caía manso
El aire de la noche caía manso sobre la dulcedumbre de tus manos. ¿Cuántas sílabas juntas en el perfume de tus ojos húmedos? La magnolia acentuaba su pureza en la línea azorada de una estrella dormida. Distancia de sus ánimos maduros visten las golondrinas, en sus vuelos, y un aroma de música no oída pone claros y tibios los caminos que se quedan mirando los ponientes.
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