Tres veces Boulton
“El que busca encuentra”, dice el famoso dicho y no hay en Venezuela caso más fructífero en descubrimientos que el de Alfredo Boulton: la fotografía artística, los rostros de Bolívar, La Venus de Tacarigua y Reverón confluyen hoy, en mayor o menor medida, en los tres tomos de la “Historia de la Pintura en Venezuela”, una obra que al hacer memoria no sólo cuestionó la Historia oficial sino que también fundó una manera de conocer los procesos del arte nacional
“En Venezuela tenemos magníficos artistas y nada tengo que buscar en otras partes” Alfredo Boulton
El 22 de enero de 1971 se incendiaron los archivos de la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas de Caracas. Ese día las llamas corrieron más rápido que la inspiración de más de tres generaciones de artistas venezolanos. Treinta minutos, media hora bastó para dejar en cenizas el único vestigio original de los años de formación de nuestros principales pintores: Herrera Toro, Tito Salas, Cabré, Narváez, Jacobo Borges, Cruz Diez y Jesús Soto. La crónica roja celebró que no hubiese víctimas humanas que lamentar: nadie lloró, no hubo flores en el entierro y al día siguiente pasó el camión de aseo para terminar de recoger aquella sombría basura.
Ahí podría terminar la historia pero, afortunadamente, hoy podemos trasladarnos desde el cuerpo D hasta el cuerpo C del periódico. Afortunadamente, años antes alguien se había encargado de copiar parte de esos archivos destruidos. Era Alfredo Boulton quien a través de sus investigaciones para la Historia de la pintura en Venezuela, había rescatado lo que se creía totalmente perdido. Un trozo de la cultura plástica del país se había salvado gracias al trabajo que Don Alfredo había asumido por más de cinco décadas desde su posición de fotógrafo, coleccionista de arte venezolano, crítico, historiador, promotor, curador y editor. Tantas pasiones reunidas en una obra monumental: la Historia de la Pintura en Venezuela que tras quince años de investigación le fueron señalando conclusiones y nuevos retos. Conciliar la Historia política, económica y social para sentar las bases artísticas de la nación fue su principal objetivo y su más significativo logro. En la Historia no hay puertas cerradas y si existen las conclusiones sólo sirven como llaves para abrir una próxima puerta: Boulton no sabe el cuál ni el dónde con exactitud pero los intuye, los imagina dentro de un proceso y por ahí se va con singular paciencia... ¿Qué peligro, no? Unir metodología, intuición y goce. Llegar hasta el Archivo de Indias sevillano para confrontar datos que ya la Historia Constitucional de Venezuela de Gil Fortoul (libro clásico de historia patria) daba por seguros, es sólo un ejemplo para mostrar lo que puede significar la pasión de un investigador en Venezuela.
Primer tomo: la más lejana mirada
Todo estaba por hacerse y Alfredo Boulton lo hizo en el primer tomo de su colosal Historia aparecida en 1964 (reeditado en 1975) y dedicada a la época colonial que va del siglo XVI al XVIII. Tres siglos oscurecidos por el desconocimiento nacional que requirieron más de ocho años de investigaciones sin muchas señales a que atenerse en un país cuyas primeras referencias plásticas aparecen un siglo después de la llegada de Colón a Paria.
Para tocar las raíces de este primer libro es recomendable plantearse preguntas retrocediendo poco más de treinta años. Pues entonces, ¿qué significaba para un venezolano escuchar el nombre de Juan Pedro López, Antonio José Landaeta o Francisco José de Lerma? ¿Dónde partía el recuento de nuestros héroes pictóricos? ¿A qué tipo de sociedad, a qué carencias espirituales y materiales respondían estos pioneros? Con la cronología exhaustiva de 140 nuevos pintores y de su respectivo inventario de obras, Boulton reveló una tradición artística mucho más rica y compleja de lo que se había sospechado: “la pintura que se hizo en Venezuela durante los siglos XVI, XVII y XVIII fue idioma plástico español, fruto de aquella compleja y estratigrafiada formación humana”. Las cifras –algunas veces ingratas consejeras– ayudan en este caso y a ellas vamos: en el primer cuarto del siglo XVII había en Caracas sólo 26 cuadros (pinturas religiosas, sibilas, fruteros, damiselas) y el total durante todo el siglo llega a las 3.867 imágenes sagradas, que para finales del siglo XVIII sube a la importante cifra de 20.038 imágenes en una población que llegaba, según Humboldt, a las 40 mil almas. Así Boulton libró una batalla al desdén oficial y a la desmemoria que Uslar Pietri secundó con estas palabras de hace exactamente diez años atrás: “la ignorancia sobre la pintura colonial venezolana era total, y Alfredo Boulton, con una paciencia ejemplar, se metió en los archivos, en las viejas iglesias abandonadas, en las sacristías llenas de telarañas... Esto lo hacía movido por dos vocaciones que en él nunca han fallado: la del interés por las Bellas Artes y la del interés por Venezuela”.
Las críticas al primer tomo de la Historia de la Pintura en Venezuela no llegaron sino hasta 1965 y es que quizás el país –que recién ese año vería nacer el INCIBA– no estaba preparado para reconstruir ese pasado que Alfredo Boulton había reubicado en la historia. Después de todo él mismo declararía al cumplir 70 años que, de todos sus libros, la obra más difícil de elaborar había sido este primer tomo.
Segundo tomo: la recolecta republicana
Cae el siglo XVIII. Se caen los santos y las cruces del atril. Nacen en su lugar los primeros intentos republicanos y la imagen pasa de ser objeto de veneración social y religiosa a ser arma política y profana. No es casualidad entonces que el segundo volumen de la Historia de la Pintura en Venezuela, publicado en 1968 (reeditado en 1974) y subtitulado Época Nacional, comparta de cerca los conflictos y devaneos de la historia política, económica y social de Venezuela entre el siglo XIX, con Juan Lovera; y los primeros treinta años de esta centuria, con los integrantes del Círculo de Bellas Artes. La realidad envuelve, propicia e interrumpe en 416 páginas el rumbo del arte, permitiendo una lectura “en vivo”, reproductora, exigente: un acto de creación que como señalaba Malraux, “proyecta, filtra, aspira”.
Es así como de todo el siglo XIX –época convulsionada por la Guerra Federal– este libro rescata de manera efectiva el pasado pictórico que se desarrolla a partir de 1870 con la llegada de Guzmán Blanco al poder. Es entonces cuando “se forman nuestros grandes clásicos”, apellidos que hoy desfilan por La Casona y el Palacio de Miraflores como símbolos de “nacionalidad”. La diferencia es que Boulton no los toca como reliquias patrimoniales sino como individuos que problematizaron el acto mismo de crear en una sociedad espiritualmente rural, pero económicamente interceptada por el liberalismo y el capitalismo. De ahí también que quizás lo más resaltante dentro del proceso investigativo de Boulton es el protagonismo del ser humano-artista, en detrimento de un análisis pormenorizado de las técnicas utilizadas en cada caso. Visto así, el tercer tomo de la “Historia” comienza a señalar cierta metodológica –llámese estilo– que provocará no pocas críticas a su autor y que en las conclusiones lo llevarán a redactar lo siguiente: “Quien esté seguro de su talento, no debe sorprenderse de hallarse momentáneamente ausente de este relato”. Y aunque le interesa el ser humano que hay detrás de todo artista, Boulton también le reclama su rol social de visionario, “adelantado” (en toda su acepción descubridora). En Monasterios, Izquierdo, Herrera Toro, Michelena, Salas, Cabré o Reverón, Alfredo Boulton ve y traduce al Hombre. No se limita a la enumeración, como muchos creen, sino que ubica a cada pintor o grupo dentro de las corrientes universales: con todas las fallas de una obra enciclopédica, qué importante resultó que alguien se hiciera preguntas en Venezuela... Y que, pasados treinta años, otras generaciones pudieran avanzar sobre sus preguntas De ahí que, con respecto a Boulton, se pueda hablar de un espíritu tan moderno como ilustrado.
Tercer tomo: la querella de los nominados
El tiempo se acorta al entrar al tercer y ultimo tomo dedicado a la época contemporánea, y editado en 1972 con cinco mil ejemplares. Los siglos se convierten en años, los años en días y lo contemporáneo toca demasiado cerca al país de entonces. La crítica que había permanecido callada en el libro anterior, se levanta ahora con reclamos que quizás el mismo Boulton había fomentado al señalarnos que “la pintura va más allá de la pintura misma”. ¿Por qué no están en el tercer tomo todos los artistas que el público quisiera encontrar? ¿Por qué el señor Boulton hace de “La” Historia “su” historia particular?.. La prensa se llenó de esta clase de interrogantes, pero, y hay que decirlo, las respuestas estaban selladas en la introducción del propio libro: “En vez de intentar un recuento total y exhaustivo de la pintura venezolana de esos 40 años, hemos preferido concentrar la atención, si bien brevemente, sobre un pequeño número de artistas que consideramos han trabajado durante ese tiempo en forma brillante y creativa...”. Temporalmente se refería a las dos generaciones que siguieron a la del Círculo de Bellas Artes y al grupo de pintores que formaron originalmente el Taller Libre de Arte en 1948 y Los Disidentes. Nominalmente se centró en la obra de Marcos Castillo, Narváez, Poleo, Rivas, Manaure, Otero, Cruz Diez y Soto: “destaqué en ocho pequeñas monografías a los artistas que consideré sobresalientes durante esa etapa, pues pienso que esa es la verdadera misión del historiador: la de reseñar la configuración de ciertos hechos fundamentales a base de los principales actores de ese momento”. Sí hizo entonces “una historia particular” como le critica Roberto Guevara en febrero de 1973. Pero tuvo la capacidad de hacer que esas particularidades sentaran una base histórica apartada de la paralizante nostalgia idiosincrásica. Todo lo que ahora se haga, que es tiempo de hacer antes de que finalice el siglo, queda referido a las conclusiones que Boulton deja en suspenso. Si la creación responde, como afirmaba, a una sensibilidad en evolución constante, ya es tiempo de enfrentar la realidad actual pues “como el pintor, el escritor no es el transcriptor del mundo sino su rival”.
A quien pueda interesar
¿Qué... Boulton?.. ¡Nooo! Así responden los estudiantes de hoy en día, así responden las librerías caraqueñas y la mayoría de las bibliotecas del país. ¿Dónde están las Historias de la pintura en Venezuela? ¿O al menos los compendios que el propio autor realizó? Leemos de a oídas y ya es tiempo de tomar contacto directo con uno de esos pocos libros que deja ver un asunto nacional nunca asumido: “que sólo la cultura salva”... y lo dijo Boulton.
*Endeudada con la experiencia que he adquirido quisiera agradecer la colaboración de Anita Tapias, Miguel Arroyo, Sofía Imber y del Centro de Documentación del Museo de Bellas Artes.
Los años de Boulton
1908: Un 16 de junio en Caracas nace Alfredo Boulton Pietro. Luego de estudiar en Suiza e Inglaterra, en los años 30 integra junto a Paz Castillo, Uslar Pietri, Narváez, entre otros, un grupo que señalaría la vanguardia venezolana-
1934-35: La labor crítica de Boulton comienza con seudónimos: Bernardo Pons escribe La exposición de Artes Plásticas en el Ateneo de Caracas y Bruno Pla publica el primer artículo en el país sobre Surrealismo, escrito por un venezolano.
1937: Yolanda Delgado Lairet se convierte en la señora Boulton acompañándolo hasta 1980, año en el que fallece. Nace su hija Sylvia.
1940: Publica su primer libro de fotografías: Imágenes del Occidente venezolano, que es también el primer registro fotográfico del paisaje nacional.
1956: Los Retratos de Bolívar hace pública una preocupación por la verdadera iconografía del Libertador que culminará en 1982 con el libroEl rostro de Bolívar. Antes de terminar la década es incorporado a la Academia Nacional de la Historia.
1966: Boulton es indetenible. Este año se publican de su autoría los libros: Alejandro Otero, La obra de Armando Reverón y Compendio de la historia de la pintura en Venezuela - Tomo I.
1971: Recibe el Premio Nacional de Literatura y veinte años más tarde, el Premio Nacional de Fotografía.
1995: En noviembre muere físicamente Don Alfredo.
Cuestión de leer:
ü “Aún recuerdo la sorpresa y el entusiasmo que nos causó a Alejandro Otero y a mí el día que Alfredo nos mostró las transparencias que había logrado reunir para el primer tomo. En ellas estaba representado un cuantioso número de pintores y de obras de nuestro pasado colonial que nunca habíamos visto y que posiblemente nunca hubieran sido conocidas ni conservadas sin su acción” (Miguel Arroyo, enero, 1998).
ü “En 1839, por ejemplo, el Correo de Caracas, con una tirada de quinientos ejemplares trisemanales, traía noticias de los retratos del Duque de Wellington que Goya había pintado en 1812; primera mención que la prensa de Venezuela hacía del gran pintor aragonés” (Historia, Tomo II).
ü “Nuevos artistas deben aspirar a figurar, ellos también, en el escenario mundial, saliendo hacia amplias fronteras. No más conformarse con pequeñeces, con mediocridades o con el gregario sentido del rebaño” (Historia, Tomo III).
Entre la cámara y el libro
Por Jesús Sanoja Hernández
En 1966, con motivo del trigésimo aniversario de la demolición de la Rotunda, escribí en este diario una serie de diez crónicas acerca de una cárcel donde quedó la huella de nuestra historia como en ninguna otra. Hurgando en la Biblioteca Nacional tropecé de pronto con un libro que mostraba a la vieja construcción panóptica con toda la fuerza testimonial imaginable. La cadena fotográfica llevaba la firma de Alfredo Boulton.
De modo que antes de dedicarse a la escritura de su obra clásica, en tres volúmenes., estuvo ganado por la cámara fotográfica, especie de mirada fija y magia momentánea. Liscano, que no pocos artículos le ha dedicado al arte fotográfico de Boulton, se sintió arrebatado en lejanos días (“Alfredo Boulton por las tierras y las aves marinas”, El Nacional, 23/7/44) por el virtuoso de las imágenes de quien ya llevaba camino hecho como un observador y crítico de arte, tanto con su nombre como con sus iniciales y seudónimos, verbigracia Bruno Pla y Bernardo Pons.
En la primera mitad de los sesenta dio a conocer el tomo que, con municiona investigación en torno a la época colonial, abriría ka brecha su Historia de la Pintura en Venezuela. Aquel volumen penetraba en los siglos de formación de lo que más tarde sería nuestra nacionalidad, y en materia de arte pictórico lo que acerca de ellos se había escrito no era muy abundante, especialmente sobre el siglo XVII. Menos de una década antes Enrique Planchart había publicado La pintura en Venezuela, que arrancaba con los finales de la centuria pasada.
De modo que el volumen de la época colonial tiene un carácter doble, de descubrimiento y redescubrimiento. El segundo entró en zonas ya exploradas, susceptibles de los más diversos enfoques, mientras el tercero cayó en terreno minado, pues se situó en el campo de la contemporaneidad. Por eso provocó lo que María Estela Girardin llama “la querella de los nominados”. Si difícil es lanzarse a lo desconocido o escasamente conocido, como hizo Boulton en el campo de la investigación con nuestro siglo XVII, peligroso es desafiar a lo, por contemporáneo, excesivamente conocido, materia combustible prontamente inflamada por las polémicas. Al incluir a aquellos que Boulton consideró prototipos, excluyó inevitablemente a otros artistas de singular valor. Las selecciones son (eufemismos difícil de tragar) para los selectos, entendiendo como selectos aquellos que se acomodan al gusto del crítico o a su particular metodología de escogencia.
Con amplia bibliografía, uno de los méritos de Boulton es haber atacado varios francos: la fotografía, tanto en los planos paisajísticos cargados de atmósferas o de documentalismo impresionante, como en los históricos; la iconografía; el periodismo como ejercicio crítico en tiempos en que este era escaso; y, aunque recuento incompleto, la investigación acerca del patrimonio artístico del país. Para remate, todo con rigor nunca exento de pasión. El libro de Boulton, sin duda, es uno de los imprescindibles.
* Publicado el 1 de febrero de 1998
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