La historia de Frida Añez en Carabobo a partir de 1950

Este blog nos narra la historia de una mujer que marcó de forma única la cultura en Valencia, Estado Carabobo entre 1950 y 2000

28 de marzo de 2014

El destino de Harry Abend.

El destino de Harry Abend

La galería GBG Arts inaugura el domingo una muestra con sus relieves y esculturas.

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El creador venezolano expone piezas abstracto constructivistas en concreto (Fotos Adolfo Acosta)
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JESSICA MORÓN |  EL UNIVERSAL
jueves 27 de marzo de 2014  
Los minutos para conversar con Harry Abend (Polonia, 1937) resultan escasos. Es un hombre de anécdotas e historias. Muchas pudieran ser producto del destino. Él prefiere atribuirlas al azar.

El escultor, que inaugura el domingo una muestra homónima en la galería GBG Arts, era un refugiado de guerra. Sus primeros seis años de vida transcurrieron en Siberia. Junto a su familia, soportó los embates del frío y el hambre. Sin ilusiones ni expectativas, su inocencia aceptó los pesares.

"Hasta que mis papás se enteraron de que tenían un sobrino en Venezuela. Él nos mandó la visa y llegamos como inmigrantes a Puerto Cabello. Allí nos recibieron con helado. En este país el pueblo era muy generoso y hospitalario. Hasta me dieron educación gratuita", cuenta el creador, quien cursó sus estudios de primaria y bachillerato en el Liceo Andrés Bello.

Mientras estudiaba arquitectura en la Universidad Central de Venezuela -en paralelo- se hizo escultor. "Miguel Arroyo dictaba la cátedra de Plástica 1 y 2.En sus clases tallábamos piedra (porito). En casa, comencé a hacerlo por mi cuenta y a los pocos años ya acumulaba 100 esculturas. Vendí el carro para mandar a fundir tres piezas en bronce. Me arriesgué con una y la inscribí para participar por el Premio Nacional de Escultura en 1963. ¡Y gané!", comenta con nostalgia el artista tras explicar que en la época se decía que obtener ese reconocimiento era "pavoso". "Me decían que al ganar sucedía lo contrario: Se perdía la reputación y te quedabas sin trabajo", rememora.

Una vez más, la suerte jugó en su favor. Si existía aquello de "la pava", se revirtió. En 1969 le pidieron un trabajo escultórico en el altar, techo y cúpula de la sinagoga de la Unión Israelita, en Caracas. Ese mismo año talló un mural en el antiguo Hotel Caracas Hilton y en 1974 la Sala Plenaria de Parque Central. Para la década del 80, Abend era el artista designado para elaborar la fachada actual del Teatro Teresa Carreño.

En la GBG Arts una serie de 9 fotografías de la fallecida Bárbara Brändli-en blanco y negro y pequeño formato- retratan el proceso de construcción de la obra en concreto. A su lado, tres relieves abstracto geométricos elaborados en madera pintada se integran a la muestra. Una fila de once esculturas en ébano, algarrobo y samán negro completan la exhibición.

"Trabajo sobre el tronco con sus accidentes naturales (nudos, vetas y hendiduras). Me encanta la variedad de árboles que tiene Venezuela", dice el arquitecto, quien recreó una suerte de columnas, capiteles, pórticos y umbrales en madera. Abend confía en la nobleza de los materiales. Con una destreza sutil ha trabajado aluminio, hierro, bronce y acero. Incluso como orfebre, coqueteó con oro y plata para dejar su versatilidad sobre un cúmulo de joyas.

A propósito de la muestra, la galería GBG Arts también bautiza hoy el libro Los días pasan las formas vuelven, una publicación con  poemas de su hija Raquel Abend Van Dalen y ensayos de Adalber Salas Hernández, acompañados por fotografías de Paolo Gasparini, Luis Brito y Bárbara Brändli.

Abend confía en que el azar lo trajo a esta tierra. "95% de los refugiados muere de hambre, frío o enfermedad. Yo sobreviví en Siberia porque mi vida estaba en Venezuela".

23 de marzo de 2014

91 fotografías conforman la muestra "El pan nuestro", que nos devuelve a la indagación fotográfica y humana de Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990), quien además fue narrador, ensayista, editor y autor de una extensa obra como periodista. El dossier que ofrecemos a los lectores incluye, además del ensayo de Rafael Castillo Zapata, testimonios de Ricardo Armas Ponce –su hijo y curador de la muestra inaugurada el pasado domingo en la Sala TAC–, de Graziano Gasparini y Carlos Cruz-Diez

Alfredo Armas Alfonzo: el juego de las transmutaciones

Fotografía de Alfredo Armas Alfonzo /Cortesía TAC
Fotografía de Alfredo Armas Alfonzo /Cortesía TAC
91 fotografías conforman la muestra "El pan nuestro", que nos devuelve a la indagación fotográfica y humana de Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990), quien además fue narrador, ensayista, editor y autor de una extensa obra como periodista. El dossier que ofrecemos a los lectores incluye, además del ensayo de Rafael Castillo Zapata, testimonios de Ricardo Armas Ponce –su hijo y curador de la muestra inaugurada el pasado domingo en la Sala TAC–, de Graziano Gasparini y Carlos Cruz-Diez

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La cámara no es tan dócil como la escritura, tan dúctil como la lengua para transmitir la complejidad de los entrecruzamientos de la memoria con la ensoñación y de la experiencia con lo imaginario que tienen lugar en toda reconstrucción testimonial de un pasado que todavía sobrevive en algunos restos más o menos conservados en el paisaje de una cultura. La captura de la imagen fotográfica es como un pellizco crudo que arrebata un trozo de realidad y la congela en el tiempo. La escritura, en cambio, es ondulante y diversa, voluptuosa, puede adaptarse a las mareas impredecibles de los recuerdos, a los asaltos de la fantasía, a la lujuria misma de las voces y sus resonancias. Lo que el narrador logra alcanzar mediante expansivas acometidas golosas sobre la carne de su tema, tiene que lograrlo el fotógrafo en un rápido rapto de la mirada. La historia que narra una imagen es instantánea y simultánea. La fotografía no puede contar algo sino a fuerza de esos golpes de ojo que escanden la amplitud inusitada de lo visible en breves pero definitivos destellos fulgurantes.
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Estas diferencias entre la mecánica del relato y la mecánica del registro fotográfico son, tal vez, decisivas para entender el funcionamiento de lo que pudiéramos llamar el juego de las transmutaciones en la obra de Alfredo Armas Alfonzo, para entender el sistema de contraposiciones y confluencias que puede, quizás, establecerse entre algunos de sus relatos y fotografías de ese Unare mítico suyo cuya historia ha decidido narrar con palabras y con imágenes a la vez en una suerte de dispositivo anfibio y ambidiestro.
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El ojo del narrador, el ojo del fotógrafo: ¿cómo se derivan uno del otro en la obra de Armas Alfonzo?
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Narrar con las palabras, narrar con la cámara: he aquí, tal vez, ciertamente, una máquina de transmutaciones y transposiciones estructurales e imaginarias, un intercambio de flujos entre dos dispositivos de producción simbólica que se complementan en el trabajo de un mismo operador estético, en las manos de un mismo fabricante de artefactos sensibles.
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¿Se oye algo en las fotografías que hace un narrador? ¿Hay voces, a veces, resonando, acaso, en las imágenes? Hay imágenes quehablan, suele decirse. Patentes más allá de la evidencia de lo aparente, ciertas imágenes están impregnadas de un espeso peso semántico, cargadas y sobrecargadas de un sentido que ya no es óptico, sensualmente visual e inmediatamente retiniano, sino enteramente narrativo, memorial. Imágenes que están como clamando ser narradas, transmutadas en relatos.
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Podría decirse también que algo narra en las fotos del escritor. La noción de paisaje como construcción visual determinada por el uso calculado y consciente de la técnica es fundamental para entender la naturaleza narrativa de su corpus fotográfico. La construcción de un relato a partir de un detalle de la escena enfocada que se privilegia desde el momento mismo de la toma. Esto ocurre, sin embargo, al parecer, no sólo en virtud de lo que el ojo del fotógrafo elige focalizar, sino de aquello que la propia cámara como dispositivo mecánico es capaz de ofrecer a esa voluntad óptica que la dirige, como si se produjera, digamos, una simbiosis entre el ojo de la cámara y el ojo del fotógrafo, y entre la voluntad de éste, digamos, y las disponibilidades tecnológicas del aparato de captura. El ojo del fotógrafo es siempre un ojo magnificado, un ojo compuesto, un ojo agregado. Pero, en casos como los de Armas Alfonzo, la cámara parece no actuar como prótesis de un ojo pasivo que se entrega a los poderes funcionales del mecanismo, sino como complemento, digamos, de un ojo activo que prolonga su poder de captura sensorial a través del lente. En efecto, Armas Alfonzo parece controlar muy bien el momento y el encuadre precisos de la imagen que quiere capturar y que, de hecho, captura, con la misma exactitud con la que recorta en la prosa un detalle de la realidad que narra.
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Pero ¿qué pasa en estas imágenes con la inevitable variable del azar?
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La riqueza y la belleza de las fotos de Armas Alfonzo provienen no sólo, me parece, del control que ejerce el fotógrafo –su ojo, su mente, su cuerpo, su mano– sobre el dispositivo fotográfico, sino del ingrediente intangible que añade lo inesperado –lo intempestivo, la suerte– a la captura feliz de un momento y de un aspecto de la realidad objetiva enfocada y mordida luego por los dientes del obturador como pellizco precioso que perdurará en el negativo. La imagen resultante es, entonces, el producto de esa difícil coincidencia y correspondencia entre el dominio del artista, el poder de la máquina y la presencia misteriosa de lo imponderable y lo impredecible que acompañan la ocurrencia del enigmático e inexplicable momento justode la toma.
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¿Qué hace el fotógrafo con lo visible? O, mejor, ¿cómo es que un fotógrafo produce la visibilidad de un rostro, de un territorio, de un espacio dado, de una figura? Preguntarse esto, tal vez, equivale a preguntarse por el modo como el narrador produce la legibilidad de una persona, sus pasiones, su interioridad, sus palabras, sus movimientos, en el paisaje que se teje en la urdimbre de su texto.
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También, puede ser, hay una urdimbre en la imagen fotográfica. También la imagen fotográfica es un texto y estamos, entonces, en situación de preguntarnos, de modo totalmente pertinente, acerca del modo como ha sido urdida: cómo se urde ante nosotros cuando la vemos, qué paisaje de hilos ha dispuesto el fotógrafo para que veamos lo que vemos, para que veamos, ciertamente, lo que la imagen da a ver, lo que la imagen, inclemente, nos da a ver, sin cedernos su secreto.
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Tal vez, como narrador, Alfredo Armas Alfonzo es un coleccionador de instantes, de capturas relampagueantes de detalles con los que se proporciona en el relato, de manera a la vez concentrada y espasmódica, toda la información narrativa necesaria. En este sentido, tal vez, la obsesión acumulativa del coleccionista de objetos cargados de significado afectivo o histórico que, según tantos testimonios, es Armas Alfonzo, se trasciende e influye sobre el modelo narrativo por el que se rigen sus relatos. Tal vez, además, se trasciende, como pareciera ya evidente, al universo de la práctica fotográfica. En todos esos ámbitos expresivos el elemento que se reitera es la imagen y el procedimiento recurrente es la acumulación: acumulación de objetos con valor simbólico, que operan como imágenes cargadas de significado; acumulación de detalles capturados como instantáneas en la ilación narrativa de episodios y peripecias; acumulación de imágenes analógicas directas que componen secuencias de paisajes(es decir, historias visuales) a partir de la captura sucesiva, a veces iterada o espaciada por vacíos que luego se completan, de momentos de vida en la realidad de un pueblo, una familia, un individuo. De este modo, podría tal vez decirse que el universo creativo de Armas Alfonzo incluye diversas máquinas o maquinarias de expresión sensible simultáneas: la colección, la narración, la fotografía.
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La pasión memoriosa de Alfredo Armas Alfonzo, cazador de instantes, se manifiesta no sólo en la obsesión por preservar los vestigios de una tradición ancestral encarnada en modismos dialectales y nomenclaturas arcaicas, en presencias y escenarios de un pasado que parece todavía vivo gracias a la fuerza de la escritura que lo evoca y lo convoca en el relato. Se manifiesta, pues, en su actividad como fotógrafo. Y así como colecciona fábulas y anécdotas de la pequeña épica popular de los habitantes de los pueblos de provincia donde transcurrió su infancia y su adolescencia; así mismo colecciona, no sólo objetos de una vasta, curiosa y variopinta memorabilia afectiva –tickets, etiquetas, envoltorios, botellas, cartas, postales, imágenes de santos, invitaciones, herrajes, esquelas, afiches, utensilios domésticos– sino, además, copiosas capturas fotográficas de los paisajes que transita, de los rostros con los que se topa en sus andanzas de curioso explorador impenitente, impertinente.
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El que colecciona está obsesionado sin duda, a su manera, por la inmanencia y la inminencia de la muerte en cada vida, en toda vida: las vida de las cosas, anónimas en su maravilloso desamparo de utensilios, meros enseres; la vida de los animales, con sus serena disposición a ser y a permanecer en su ser; la vida de las plantas; la vida de los minerales, de las aguas, de los vientos, de las nubes, de la luz; y, por supuesto, la vida de los hombres, que no es sólo su ser-ahíen lo inmediato contingente e inherente de su íngrima e insólita vicisitud, sino toda su memoria, todos sus recuerdos, todos sus sueños, sus deseos, sus enconos, sus frustraciones, sus alegrías. Se podría decir que Alfredo Armas Alfonzo es un coleccionista empecinado de todo lo que vive en lo vivo que lo rodea, incluso en las cosas que se nos aparecen como inertes, apáticas, inermes. Una pila de papeles viejos puede tener para él tanta potencia y prepotencia de cosa viva, como un animal que respira plácidamente mientras se asolea en la inconsciencia instantánea de su propia fatalidad, de su propia precariedad de ser-para-la-muerte.
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El modo como Alfredo Armas Alfonzo convierte un detalle de la realidad, un elemento trivial –el papel que envuelve un caramelo, por ejemplo–, en el motivo de una descripción o de una evocación donde el lujo de las palabras y la belleza de la composición del párrafo están orientados a producir un relámpago de conmoción en el lector, gracias a los contenidos afectivos que impregnan toda la escena y provocan inmediatamente el reconocimiento y la identificación, muestra la intensidad de su obsesión por preservar para la memoria todo aquello que ya ha sido devorado por el tiempo, reteniéndolo, a destiempo, con la pura fuerza de la imaginación.
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¿No pasa así también con muchas de sus capturas fotográficas de rincones e instantes de la geografía natural, arquitectónica y humana de las regiones fabulosas, ya mitificadas, que componen su peculiar Comala venezolana?
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Frente a estas fotografías uno puede sentir cómo emergen de repente las imágenes que leímos en una descripción narrada por el contador de cuentos privilegiado que fuera Armas Alfonzo. Y no es que estas imágenes sean la versión analógica de un cuento, encarnada en el signo visual que resume de un solo golpe de vista lo que en el relato es desarrollo de una ilación de nombres propios maravillosos de árboles, de animales, de personas y de cosas; es que son ellas mismas, en su serenidad y en su quietud, relatos.
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Uno ve estas fotografías y no puede dejar de escuchar la voz del narrador resonando en los entreveros del claroscuro de su sustancia luminosa. Estas imágenes hablan, como si la cámara registrara también el sonsonete del relato que acopia visajes de un paisaje a fuerza de elegir palabras preciosas, expresiones arcaicas, adornos conmovidos de una prosa elegíaca y apesadumbrada, dolida de tantas pérdidas y destrucciones. Uno ve un árbol abriendo su mano multiplicada de gajos secos hacia el cielo y no puede dejar de pensar en el “yerto esqueletal de guatacaros, guamaches, jabillos, quebrachos, yaques y alatriques” del que el narrador minucioso nos ha dado noticia en su impenitente deambular por los osarios del hombre y de la naturaleza asolada por el hombre: “Tú te pones a anotar los nombres de las criaturas que la candela y la maldad borraron de los anales de la candidez y te faltan dedos. Anota: piscua, cardenalito, sucé, picoeplata, pipe, turca, potoca, caicaito, catana, turupial, azulejo, la misma cóitora rumorosa de los guayabales de estos bajíos. Es un milagro que alguno que otro sobrevuele los humos de los últimos incendios, las recientes deforestaciones, los actuales desarrollos del negocio pecuario. Lo que antes eran extensiones de la libertad del hombre –leguas y leguas de silenciosa paz agreste– la apetencia de lucro les puso precio de usura escriturada. Tú has conocido cómo el mundo se empequeñeció al punto de que ni sitio ya le dejan a quien sólo posee los tormentos de su sueño”.
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Un mundo del que sobreviven al menos, sin embargo, resonantes y poderosos, los nombres, los recios y rancios nombres de las cosas y de los hombres que lo habitaban, sus árboles, sus aves y sus bestias, sus creencias, sus costumbres, sus rituales. Un mundo que sobrevive en esos nombres que el coleccionista de voces que es el narrador, andariego atento a la melodía reverberante de tantos toponímicos sonoros que siguen haciendo eco en la memoria a pesar de las desgracias, las desapariciones, las demoliciones de las que se encarga el tiempo, recoge y recita, preserva de su extinción gracias a la cantilena de sus letanías, de su empecinado contar y recontar las historias pasadas ensartando esos nombres como cuentas en la retahíla memoriosa del collar de sus relatos. Un mundo que no muere porque alguien lo sigue pronunciando, dándole vida con la minuciosa respiración que le proporcionan los ventilados alvéolos de ese lenguaje hecho de mareas y repliegues, laberíntico y poroso, maleable, dúctil como un hilo interminable en la punta de la lengua del que lo tiene sujeto por las riendas, llevándolo adelante, maestro de esa vociferación añosa, llena de aromas arcaicos, escandida en una interminable sintaxis de relampagueantes ocurrencias expresivas.
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Ese mundo que el narrador parsimonioso recuerda, principalmente, de oído, lo recuerda y lo recupera y lo recrea, a su modo, a puro ojo, en cambio, el fotógrafo, dándole nueva vida al mirarlo y admirarlo, preservándolo a punta de precisos y preciosos enfoques de hábil operario de la cámara. Aquí están también, en estas fotografías, en la instantaneidad de estas capturas decisivas de un momento dado en la experiencia de aquella luz y sus misterios, todos esos nombres, ahora callados, que el ojo que mira puede recuperar encarnados en la presencia sensible de su figuración analógica, con su contorno, su sombra, su brillo, su volumen.
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En la imagen fotográfica, esos nombres que hilvanan la cadeneta carnosa de la pulpa del relato son presencias, no sonidos; pero reverberan en la retina con la misma intensidad con la que resuenan en los oídos las palabras contadas y cantadas del que cuenta y canta y lleva la cuenta de lo que dice y rememora y sabe cómo lo parte y lo reparte en cada sabia parte, por su parte. Aquí también, pues, el ojo recuerda. El ojo ampara y favorece, resguarda de la muerte, como la palabra del cuento inmortaliza y eterniza a los ausentes, nombrándolos infinitamente, mientras haya quien los lea, mientras hay quien los vea, en cuentos y fotografías.
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Como en los breves y escandidos relatos que Alfredo Armas Alfonzo dejó dispuestos en una compleja y calculada red de resonancias, de reapariciones y constancias rítmicas, agrupados en manojos que se van convirtiendo finalmente en eso que llamamos libros, en las imágenes que su cámara va capturando, desde temprano, en su pródiga y prodigiosa vida de cazador de instantes, podemos leer densas historias comprimidas en el puño sustancioso de un solo golpe de ojo en un mismo rapto de luz. Y no es que el narrador se desdobla en fotógrafo, repito, para duplicar con la mirada lo que la palabra ya abarca, honda, y asegura y preserva para la memoria de los días cuando todo se destruya y sea mero humo y bulla lejana, en los relatos de su parsimoniosa y regodeada narrativa. Es que una misma pasión y una pulsión única lo empujan a hacerse, por todos los caminos de la percepción y por todos los medios de representación que su experiencia le pone al alcance, con la mayor carga posible de fragmentos de vida robados a la deriva inevitable hacia la muerte que arrastra a todo lo que en la vasta tierra se levanta.

Testimonio de Graziano Gasparini:“Tuve la suerte de conocer a Alfredo Armas Alfonzo a comienzos de la década de los cincuenta. Demostró interés por mi dedicación a la historia de la arquitectura y hasta me pidió unos artículos para El Farol”

Testimonio de Graziano Gasparini. Con Alfredo, bajo un pedazo de cielo

Fotografía de Alfredo Armas Alfonzo /Cortesía TAC
Fotografía de Alfredo Armas Alfonzo /Cortesía TAC
 “Tuve la suerte de conocer a Alfredo Armas Alfonzo a comienzos de la década de los cincuenta. Demostró interés por mi dedicación a la historia de la arquitectura y hasta me pidió unos artículos para El Farol”

Fue en un viaje a la península de Paraguaná, hace más de sesenta años, cuando advertí que hablar de arquitectura no es atributo exclusivo de los que practican ese oficio. Claro y lógico que todos pueden opinar lo que se les ocurra, pero, cuando las consideraciones y advertencias del neófito van más allá de lo descriptivo-visual para adentrarse en lo que nos sugieren esas formas y espacios y captar su sentido de ser para los seres, entonces lo expresivo-comunicacional insinúa la presencia de una sensibilidad y perceptividad que sorprenden también a los supuestos versados en la materia. Por suerte, la sensibilidad, el talento, la percepción y la inteligencia no necesitan de títulos académicos. Mi profesor, en Venecia, precisaba que: no hay universidad en el mundo que otorgue el título de poeta.
Fue en Santa Ana de Paraguaná y Moruy, durante uno de los tantos viajes que hice en compañía de un hombre genial, de pocas palabras, de amplios significados, de una modestia de sabio y dueño de una prosa privilegiada. Con este hombre, Alfredo Armas Alfonzo, compartía el gran espacio desolado que llamaban plaza, los dos mirando las insólitas formas del campanario de la iglesia de Santa Ana. Las reflexiones de Alfredo, pausadas y profundas, no analizaban las características arquitectónicas, pero dejaban presagiar su presencia en una visión más amplia: la del ambiente, del entorno, del pueblo, de la gente, de la tierra caquetía. En fin, todo lo que se relacionaba con la arquitectura sin necesidad de nombrarla. Alfredo la presentía.
Tuve la suerte de conocer a Alfredo Armas Alfonzo a comienzos de la década de los cincuenta. Demostró interés por mi dedicación a la historia de la arquitectura y hasta me pidió unos artículos para El Farol, la revista bimestral que publicaba la petrolera Creole. Una revista que fue un faro en la difusión de las múltiples facetas culturales de Venezuela. Uno de mis artículos, el de Santa Ana de Paraguaná, apareció en el número 154 de octubre de 1954. Le siguieron otros y hasta números especiales, como el dedicado al centenario del Colegio de Ingenieros de Venezuela (1961).
Un detalle que siempre llamó mi atención –y que al mismo tiempo me confirmó la recatada moderación de Armas Alfonzo– es que nunca su nombre apareció como director de la revista que a lo largo de tantos años condujo con tanto acierto. No hizo falta. El sello de su personalidad era tan manifiesto que hasta los gringos quedaron sorprendidos.
Alfredo fue el corrector de mi primer libro Templos coloniales de Venezuela (1959) y asesor en otros trabajos de investigación. Hicimos varias visitas al oriente venezolano, cada uno con su Rolleiflex, para llevarnos las imágenes de los pueblos de Anzoátegui y de su natal Clarines. Hicimos un libro compartido, Alfredo el texto y yo las fotos. Lo tituló Qué de recuerdos de Venezuela y lo publicó Armitano en 1970. Es un texto poco conocido pero con ponderaciones de tan humano acercamiento al entendimiento de la venezolanidad que aún permanece sin comparaciones. Historia, ambiente, folclore, gente, vida, pueblos y campesinos en una integración que sencillamente llamó “patria”.
Escribió: “La patria no es verdad que sea un pedazo de tierra bajo un pedazo de cielo, porque la patria es también la historia de uno, de cuando uno no alcanzaba la estrella del pesebre y aun en épocas anteriores a esto, Bolívar afilaba su espada en una piedra de cualquier río que se le atravesara a su caballo, aun mucho antes… La patria es la memoria vagarosa de Vuelvan Caras, Mucuritas, Carabobo, La Puerta, Urica o San Mateo, pero es también todo aquello que como agua de río nunca cesa de manar en el costado de este habitante que una vez flechaba cocuyos y otra vez plumas de garza para recrear el arcoíris… La patria es cuanto te pertenece. Es tu memoria… La patria es este dolor y este regocijo que tú sientes adentro, como si padecieras de nostalgia”.
Eran años en los que recorrer el país significaba confianza, admiración y descubrimientos. Una experiencia inolvidable y un amigo que, como él, sigue inencontrable.
Suerte que sus hijos mantienen viva su memoria, su calidad humana y su amor hacia ese pedazo de tierra bajo un pedazo de cielo.
Han pasado muchos años, sin embargo, aún siento su presencia.

Testimonio de Carlos Cruz-Diez: “Además de narrador, Alfredo sentía especial pasión por la fotografía. En muchas oportunidades, equipados con nuestras cámaras, fuimos juntos a fotografiar la realidad de nuestro entorno”

Testimonio de Carlos Cruz-Diez. El buen decir de la palabra y la imagen

Fotografía de Alfredo Armas Alfonzo /Cortesía TAC
Fotografía de Alfredo Armas Alfonzo /Cortesía TAC
“Además de narrador, Alfredo sentía especial pasión por la fotografía.  En muchas oportunidades, equipados con nuestras cámaras, fuimos juntos a fotografiar la realidad de nuestro entorno”

En 1945, trabajando como diagramador de la revista Elite en Caracas, tuve la oportunidad de conocer a Alfredo Armas Alfonzo. Me lo presentó Guillermo Meneses, quien era director de la publicación editada por la Tipografía Vargas. Su propietario, Don Juan de Guruceaga, tuvo la acertada idea de aglutinar en esa época a un importante grupo de intelectuales para nutrir las ediciones con un periodismo de primera línea.
“Te presento a un joven escritor venezolano que acaba de llegar de la provincia”, me dijo Guillermo. Alfredo provenía de Clarines con la intención de  instalarse en la capital. A partir de ese momento comenzamos una entrañable amistad. Venía con frecuencia a la revista y entablábamos interesantes conversaciones con Guillermo Meneses y los personajes importantes de la literatura y la política del momento, cuando estos venían a la redacción a entregar sus artículos. Al poco tiempo Alfredo se convirtió en redactor permanente y luego en director de la misma. 
Nuestra amistad surge en un momento de mi vida en que yo me preguntaba con angustia qué significaba ese país donde había nacido, un país detenido en el tiempo sin que sus problemas fundamentales encontraran solución o respuestas coherentes. Alfredo significó para mí una fuente de información fundamental y sus reflexiones mitigaban el meollo de mi incertidumbre. Colaboramos juntos en múltiples publicaciones, entre ellas la revista El Farol, la cual se convirtió en un icono cultural en Venezuela. Fui el ilustrador de sus artículos de prensa, así como de varios de sus libros, incluyendo las ediciones de sus cuentos.
Además de narrador, Alfredo sentía especial pasión por la fotografía. En muchas oportunidades, equipados con nuestras cámaras, fuimos juntos a fotografiar la realidad de nuestro entorno, a veces más dramática que placentera. Sus imágenes son el testimonio de un gran fotógrafo, con la visión, destreza y sensibilidad de captar el justo instante digno de perpetuarse. Son imágenes que denuncian la situación de olvido y desesperanza que tanto nos angustiaba. Esa vocación se la trasmitió a su hijo Ricardo Armas, cuya obra ha trascendido al patrimonio internacional de la imagen.
La obra de Alfredo, de profundo arraigo a su terruño y a sus querencias, coincide con la frase de mi amigo Alejo Carpentier, que tanto me motivó cuando, siendo pintor, estaba en busca de mi discurso: “En lo local está lo universal”.
Me regocija que esta fase creativa y testimonial de Alfredo, haya sido conservada y ahora dada a conocer gracias al interés y respeto de sus hijos y nietos por su obra.

Testimonio de Ricardo Armas:“­Darle forma visual al lenguaje de mi padre, a través de sus fotografías, fue una tarea que siempre vi venir, desde que, siendo niño, descubrí la pantalla cuadrada de su cámara Rolleiflex, a través de la cual el mundo se veía distinto”

Testimonio de Ricardo Armas: La Rolleiflex de mi padre

Fotografía de Alfredo Armas Alfonzo /Cortesía TAC
Fotografía de Alfredo Armas Alfonzo /Cortesía TAC
“­Darle forma visual al lenguaje de mi padre, a través de sus fotografías, fue una tarea que siempre vi venir, desde que, siendo niño, descubrí la pantalla cuadrada de su cámara Rolleiflex, a través de la cual el mundo se veía distinto”

En todos mis años acumulados como facilitador en la enseñanza de la fotografía, recuerdo una pregunta para mí muy difícil de responder: ¿Cómo se llega a un lenguaje personal?
La respuesta supone reflexiones que van mucho más allá de la técnica, que aluden a la vida, a aquello en lo que se cree y por lo que se lucha, a los recuerdos, a los amores y desamores, a los sueños, las fantasías y los deseos. 
La exposición que hoy nos ocupa es una clara muestra de que el ojo ve lo que la mente le dicta. El escritor dispara ante aquello sobre lo que ya escribe, por una necesidad de dejar plasmada la iconografía de su discurso familiar-social-histórico. Necesidad ante sí mismo primero, y para dejar noción de que aquí se estuvo. La frase acuñada por él –“del pueblo venimos y hacia el pueblo vamos”– como lema de la Universidad de Oriente que contribuyó a fundar, resume la filosofía por la que se va a guiar durante toda su vida.
Alfredo Armas Alfonzo se alimentó, desde niño, con las historias de guerras y de pérdidas que su abuela Mamachía le contaba desde el chinchorro, en la sala grande de la casa No. 8 de la calle El Sol de Clarines. Y hay que decir que se hizo fotógrafo al descubrir las cajas de negativos de vidrio de su tío Ricardo Alfonzo Rojas en su galería-laboratorio, en esa misma casa. Pero haber nacido en Clarines un 6 de agosto de 1921, con su iglesia poblada de murciélagos en lo alto de la Colina, el río que le da navegación, los caminos de tierra que conducen a lo desconocido, el amor de su madre Mercedes Corina Alfonzo Rojas, y las enseñanzas de Rafael Armas Chacín, su padre, sobre aquella naturaleza que le rodeaba, además de una conciencia del tiempo que transcurre, completan los ingredientes necesarios para crear un lenguaje personal que se manifiesta intensamente en la palabra y en la imagen.
De allí, de ese universo, venimos.
Darle forma visual al lenguaje de mi padre, a través de sus fotografías, fue una tarea que siempre vi venir, desde que, siendo niño, descubrí la pantalla cuadrada de su cámara Rolleiflex, a través de la cual el mundo se veía distinto. Y él comprendió que al niño primero había que darle su propio instrumento, una camarita Agfa Rapid, que me regaló cuando cumplí los 10.
Todas las imágenes incluidas en esta muestra las conocía desde pequeño. Las recuerdo en copias de buena factura en papel brillante 8 x 10", guardadas con bastante orden en sus cajas. Armas Alfonzo editaba su trabajo usando estas copias y muchas fueron las ocasiones en que lo ayudé. De allí la familiaridad que sentí con algunas de ellas, retenidas con nitidez en mi memoria, desde entonces. Destaco que la serie de sus negativos de Italia ha permanecido mayormente inédita, así que se muestra por primera vez.
Llamo la atención al hecho de que algunas de sus imágenes sobre Venezuela incluidas en la muestra fueron publicadas en la revista El Farol, de la cual fue director, o en sus libros de autor, por lo que asumí que son imágenes de importancia para él. Las inclusión de otras responden a criterios que fui estableciendo, una vez metido dentro de su archivo. Hablamos de un archivo de aproximadamente tres mil negativos, en el que encontré muchas imágenes inéditas, jamás vistas, ni siquiera por mí. En un caso había dos negativos juntos sin cortar, marcados con un papelito con su letra que decía: “Ricardo: es la de arriba” (la No. 24  en la muestra). Así que no fue una tarea fácil pero el proceso mismo me fue dictando claves que atendí.
Muchas fueron las selecciones y versiones de series que ensayé con sus negativos, para llegar a esta muestra final. Intento con el conjunto vincular imágenes desde una perspectiva narrativa para hablar de un escritor que retrata como tal. Un ojo educado que piensa ya no como fotógrafo sino como un narrador. Alfredo Armas Alfonzo sabía de luz y composición pero no buscaba la imagen única. Buscaba, creo, retratar aquello que se conectaba con su discurso personal, el que compromete asuntos de su identidad venezolana transmitidos generacionalmente, y su preservación, ante la avalancha de cambios que se sucedían. En AAA, cada foto es el cabo suelto de un universo siempre más amplio. Sin embargo, en su ausencia y pensando en él, me tocó darle orden a sus fragmentos, de acuerdo con mis propios criterios de narrador.
Alfredo Armas Alfonzo, mi padre, vivió una Venezuela que apenas comenzaba a construirse, y yo disfruté justamente las ventajas de ese país que él y muchos otros venezolanos soñaron y por el que lucharon. Han pasado 50 años desde que me regaló mi primera cámara, y el hijo mayor sigue obsesionado con ese instrumento para darle curso a sus pensamientos. Con esa experiencia personal, después de haberme alejado de él para construirme, es que ahora regreso para ponerme su traje y descifrar su ojo. En este proceso comprendí cuanto me parezco a él y cuán distinto soy.
Crear esta secuencia con 91 imágenes ha significado moverme entre las fichas de un tablero conocido, un país que viví junto él, a través de su palabra y sus imágenes, las que siempre estuvieron sobre la mesa. No por casualidad mi primer trabajo fotográfico alude a ese país de pueblos en los que las casas y los templos se derrumban. Poner en orden los pensamientos visuales de AAA me ayuda a pensar un país que existió y ya no es más, aunque la realidad de este momento sugiera que hoy, como ayer, somos más de lo mismo.

22 de marzo de 2014

Alfredo Armas Alfonzo jamás perdió su capacidad de asombro. "Su obra fotográfica y literaria, insistimos, habla desde el mismo centro hegemónico, desde el ojo o la pluma de sus obsesiones y de su aporte de creador integral: La tierra y su habitante. Los templos y la naturaleza que cobijan toda soledad del hombre. El río y los cielos de la tempestad. La infancia a la que siempre se regresa (...) La memoria que salvará al país del desolvido, raíz que nos ata siempre a un lugar sagrado", concluye el texto en sala, a cargo de su hija Edda Armas. Una parte de la sala está dedicada a valorar su aporte al mundo editorial. Ejemplares de las revistas Elite y El Farol, esta última dirigida por Armas Alfonzo en la década del 50, se ubican en vitrinas, a la vista del espectador.

ALFREDO ARMAS ALFONZO. Nació el 6 de agosto de 1921 en Clarines, Anzoátegui,

Venezuela, - fallecido el 9 de noviembre de 1990 en Caracas, Venezuela)

El periplo de Armas Alfonzo contado en imágenes

La muestra "El pan nuestro" está en la Sala TAC del Trasnocho Cultural

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La muestra reúne 91 fotografías que retratan los viajes del creador venezolano por Venezuela y el mundo CORTESÍA
EL UNIVERSAL
sábado 22 de marzo de 2014  12:00 AM
En la casa de Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990), en Clarines, los recuerdos se atesoraban en historias e imágenes. Los relatos se contaban al caer la tarde. Sentado en el chinchorro, escuchaba las anécdotas de la guerra que contaba su abuela. En cajas, su tío archivaba los negativos de sus memorias.

Bajo este panorama, no es extraño que aquel niño anzoatiguense se hiciera escritor y fotógrafo. En El pan nuestro, 91 fotografías -en blanco y negro y mediano formato - se acomodan en la Sala TAC del Trasnocho Cultural, a manera de crónica. Para contar el periplo del creador por Venezuela, Estados Unidos y Europa.

Armas Alfonzo jamás perdió su capacidad de asombro. Su lente sabía captar la belleza de las nimiedades. En esta ocasión, la tarea de escudriñar y seleccionar lo mejor de su archivo recayó en su hijo y curador de la exposición, Ricardo Armas. La exhibición hace un lugar para la nostalgia, al perpetuar los retazos de una época que parece no volver jamás.

Anzoátegui es la primera parada. Un cúmulo de imágenes retratan su casa, el rostro de los pescadores, la iglesia de San Antonio de Padua y las orillas del río Unare. Lugares en los que transcurría su infancia en Clarines.

Con su cámara, en Falcón, capturó en un disparo el Cerro de Santa Ana, el pueblo de Moruy con sus nubes bajas y un retrato de su amigo el arquitecto Graziano Gasparini.

También hay fotos hechas a Gego, Carlos Cruz-Diez y Lourdes Armas en Catialamar, a plena luz del día en alguna playa de Vargas. No faltan la reina del Carnaval y otros pintores locales como Victor Millán y Feliciano Carvallo.

Su cámara coqueteó con uno que otro paisaje ajeno a su tierra natal. En Nueva York, fotografió la Estatua de la Libertad. De Venecia, las góndolas a manera de postal. En Italia, la torre Pisa, el Vaticano, las afueras de Nápoles, las ruinas de Pompeya y el Coliseo Romano.

Una parte de la sala está dedicada a valorar su aporte al mundo editorial. Ejemplares de las revistas Elite y El Farol, esta última dirigida por Armas Alfonzo en la década del 50, se ubican en vitrinas, a la vista del espectador.

"Su obra fotográfica y literaria, insistimos, habla desde el mismo centro hegemónico, desde el ojo o la pluma de sus obsesiones y de su aporte de creador integral: La tierra y su habitante. Los templos y la naturaleza que cobijan toda soledad del hombre. El río y los cielos de la tempestad. La infancia a la que siempre se regresa (...) La memoria que salvará al país del desolvido, raíz que nos ata siempre a un lugar sagrado", concluye el texto en sala, a cargo de su hija Edda Armas.


Twitter: @jessicamoron


Alfredo Armas Alfonzo (n. el 6 de agosto de 1921 en ClarinesAnzoátegui,Venezuela, - fallecido el 9 de noviembre de 1990 en CaracasVenezuela) fue un escritorcriticoeditor e historiador venezolano. Es tomado como un precursor del «realismo mágico».1
Alfonzo pasó su infancia en Puerto Píritu, y más tarde concurrió a sus primeras clases de periodismo en la Universidad Central de Venezuela en Caracas. Trabajó para el Servicio de Correos en Barcelona y para compañías petroleras del este venezolano. También fue corresponsal de la zona este del diario caraqueño El Nacional. Publicó una columna en este diario hasta su muerte en 1990.1 Fue fundador de la revista literariaJagüey, y organizó y presidió la primera conferencia de la Asociación Venezolana de Periodistas.
Alfonzo continuó escribiendo para varios periódicos y fundó y dirigió revistas como El Farol y Nosotros, además de trabajar para el gobierno y para la "Creole Petroleum Corporation" (compañía petrolera).
En 1949 publicó Los Cielos de la Muerte. En 1962 renunció a la Creole Petroleum Corporation y comenzó a trabajar en la Universidad de Oriente, donde creó la Dirección de Cultura.1 En 1969 recibió el Premio Nacional de Literatura. Entre 1970 y 1971 se desempeñó como vicepresidente del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes. En 1975 se unió como miembro de la Comisión Organizadora del Concejo Nacional de Cultura (CONAC).
Su obra desarrolla un estilo imaginativo y es conocida por su literatura impresionista, donde el lector está expuesto al mundo particular del autor. Sus personajes se destacan por ser personas modestas, típicamente rurales y que demuestran la esencia del ser nacional venezolano.2
Su obra más conocida y que es indicada como su obra cumbre es El osario de Dios. Son más de cien cuentos en los cuales el autor describe su mundo fantástico.
  • 1949 Los cielos de la muerte.
  • 1951 La cresta del cangrejo.
  • 1953 Tramojo.
  • 1954 Isla de pueblos.
  • 1956 Los lamederos del diablo.
  • 1967 Como el polvo.
  • 1967 PTC, Puerto Sucre vía San Cristóbal.
  • 1968 La parada de Maimós.
  • 1969 El Osario de Dios.
  • 1970 Los cielos de la muerte.
  • 1971 Qué de recuerdos, Venezuela.
  • 1971 Con los brazos abiertos.
  • 1972 Agostos y otros difuntos.
  • 1972 Cualquier ocaso.
  • 1973 Siete güiripas para Don Hilario.
  • 1975 Cien maúseres, ninguna muerte y una sola amapola.
  • 1976 Cuentos.
  • 1976 Las palabras de Guanape.
  • 1977 La tierra de Venezuela y los cielos de sus santos.
  • 1979 Angelaciones.
  • 1980 Uno ninguno.
  • 1980 Hierra.
  • 1980 El Tigre: la raíz cercana de la rosa.
  • 1981 Clarines bien lejos.
  • 1981 Con el corazón en la boca.
  • 1983 Hierba.
  • 1985 Diseño Gráfico en Venezuela.
  • 1987 Este resto de llanto que me queda.
  • 1989 Cada espina.
  • 1990 Los desiertos del ángel.
3
Su obra fue traducida a diversos idiomas, entre ellas ruso, checo, francés, italiano e inglés.1
En 1986 la Universidad de Oriente le confirió un Doctorado honoris causa en Humanidades, reconociéndolo por su labor literaria ejemplar, y su valorización de la cultura popular y el folklore.
Tras su muerte, sus hijos crearon la Fundación Armas Alfonzo, y se encargan de publicar y difundir su obra.1

14 de marzo de 2014

Si en Valencia, Estado Carabobo, la cultura fuera en verdad una manifestación humana de vital importancia, prioritaria como quieren hacer ver, fueran capaces sus "fuerzas vivas" de honrar a quienes como Frida Añez y su esposo Ing. Ianos Magasrevy, Luis Eduardo Chávez, Aziz Muci-Mendoza, León y Cora Topel, el Dr. Carlos Luis Ferrero Tamayo y tantos otros que dieron su vida, recursos económicos y mayores esfuerzos por darle a la ciudad la calidad de propuestas culturales que ellos creyeron se merecía

Pilar Citoler, premio Arte y Mecenazgo como mejor coleccionista

La zaragozana es artífice de Circa XX, fruto de una labor de 44 años tras las pistas de obras contemporáneas de diversas disciplinas


 Madrid 14 MAR 2014 - 14:37 CET
El pilar del Premio Arte y Mecenazgo, concedido a la coleccionista Pilar Citoler (Zaragoza 1937), se asienta en Circa XX, que Citoler ha construido durante 44 años y que “ha ejercido un papel muy significativo en el apoyo a la creación artística” española. Así lo ha afirmado el jurado compuesto por Carlos Fitz-James Stuart, Duque de Huéscar, Felipa Jove y Juan Uriach. Ella ha sido la ganadora en la categoría de coleccionismo de unos galardones que se entregan desde hace cuatro años para resaltar la labor de los profesionales que participan en los diversos frentes del proceso de creación y divulgación del arte: artistas, galeristas y coleccionistas. Pilar Citoler recibirá una escultura realizada por Miquel Barceló especialmente para estos premios que impulsa La Caixa. Este es el segundo de 2014 que se da a conocer, tras haberse anunciado el pasado 28 de febrero su concesión a Soledad Sevilla como mejor artista.
Compuesta por más de un millar de obras, la colección Circa XX contiene obras tanto nacionales como internacionales, y de muy diversos géneros: pintura, escultura, bibliofilia contemporánea y gráfica. A la diversidad de disciplinas le acompaña también la de estilos, su recepción de las múltiples manifestaciones de las vanguardias artísticas del siglo XX y las primeras tendencias del XXI. El tesoro recopilado por Citoler desde que compró su primer cuadro en 1969 en la Galería Juana Mordó incluye obras de los artistas españoles de posguerra, los miembros de los grupos El Paso y de Cuenca, los artistas normativos y geométricos, el pop norteamericano e inglés, aquellos otros pintores y escultores que podríamos calificar como singulares o solitario y, por último, artistas si no emergentes sí en el inicio de una primera madurez creativa. Una de las características Circa XX es el seguimiento que hace de sus integrantes, que aparecen en muchas ocasiones representados con obras de diferentes períodos.
Citoler es miembro del Patronato del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) desde enero de 2005. Ese mismo año recibió el Premio ARCO al coleccionismo privado en España. En 2006 la Universidad de Córdoba también premió su trayectoria. En 2007 le fue otorgada la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, mismo año en que fue nombrada Presidenta del Patronato del MNCARS. Desde 2006, la Fundación Pilar Citoler otorga el Premio Bienal Internacional de Fotografía que lleva su nombre, que premia la trayectoria y el discurso de fotógrafos contemporáneos. En el 2013 dona la mayor parte de su colección a la comunidad autónoma de Aragón para ser ubicada en el museo Pablo Serrano de Zaragoza.
Citoler se suma a la lista compuesta por José Luis Várez Fisa –recientemente protagonista de una significativa donación al Museo del Prado-, Helga de Alvear y la Fundación Juan March, ganadores de las tres primeras ediciones de los Premios Arte y Mecenazgo.